fuente: poetadelalba1985 |
Durante
esos retiros, el papel era el único que conseguía hacerla hablar. Era incapaz
de mentirle porque sabía que le debía mucho, le debía toda aquella paciencia y
lealtad por no juzgar sus pensamientos. Era la única vía para reconciliarse
consigo misma y poder mirarse hacia adentro sin dolor. Sólo después de haberse
desnudado y haberse vertido por unos cuantos renglones, se sentía en paz.
El problema es que nadie, ni siquiera ella
misma, sabía cuánto duraría aquella calma. Sólo había alguien capaz de darse
cuenta: el folio en blanco más cercano. Siempre vacío, dispuesto a escuchar
cualquier súplica, cualquier deseo, cualquier lloro. Su blancura eterna la
invitaba a dejase llevar. No había que temer. Él la conocía bien, sabía que
tenía que respetar sus huidas, aunque fueran sin motivo. En esos días no cabía
ningún reproche, ninguna crítica. Simplemente había que dejarla ser. Ella,
acostumbrada a su trato sincero y cálido, no tenía más opción que rendirse
mientras se acurrucaba en torno a él. Y entonces, ya no había vuelta atrás:
volvía a desnudarse al calor de las palabras.
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